Humor: Caras familiares

Humor: Caras familiares

Humor: Caras familiares

En pleno apogeo de la apertura petrolera de los años 90, recibí una oferta laboral para trabajar en una corporación energética de los Estados Unidos. Dicha compañía había iniciado un plan de expansión internacional, siendo Venezuela el primer país escogido para tener una sucursal en el exterior. Acepté el reto de trabajar con un reducido equipo de excelentes pioneros venezolanos y norteamericanos, quienes fueron los responsables de abrir esa oficina internacional en Caracas. 

El grupo de precursores no superaba la decena de personas. Esta magra cantidad de empleados hacía que nuestras tareas fuesen muy variadas. Según el gerente de Recursos Humanos, desde el presidente, hasta el mensajero, cada uno de nosotros debíamos ser “toderos”.

Dentro de esa “todería”, a mí me habían asignado la misión de representar a la sucursal de Venezuela en aquellos eventos corporativos relacionados con temas de desarrollo tecnológico. Gracias a esa oportunidad es que tengo la ocasión de visitar y conocer a la ciudad de Houston, sitio en el cual quedaba la sede de la empresa y a donde iría por primera vez apenas seis meses después de entrar a esa compañía.

¿Hermoso?, quizás.
¿Moderno?, tal vez.
¿Fastuoso?, pudiera ser.

caras Houston

Pues no es ninguna de esas palabras. En realidad la perfecta definición es… INTIMIDANTE. Eso es lo que uno siente cuando se llega al Aeropuerto Internacional de Houston. Creo que es el único aeropuerto en el mundo en donde las terminales son interminables. Algo así como gigantescos racimos de uvas, pero con aviones pegados a sus pecíolos. En ninguna película de Hollywood había visto tantos aparatos voladores juntos.

Monorrieles, autobuses, carros de carga, camiones cisternas, contenedores y sobre todo gente, mucha gente trabajando en la pista, se unían al espectáculo de cientos de aeronaves haciendo fila para despegar. Ellos eran los protagonistas de un enjambre de cosas que se movían al frente de mi ventanilla. Toda una danza mecánica inventada modestamente por los hermanos Wright tan solo nueve décadas atrás.

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Bastó como una hora para que esa sorpresa inicial fuese sedimentada por otra de mayor escala. Al llegar al centro de la ciudad de Houston, los majestuosos rascacielos hicieron que el coseno del ángulo de inclinación de mi mandíbula abierta superara el record de lo experimentado en el aeropuerto. Los tres edificios al frente del hotel de mi estadía eran lo suficientemente altos como para generarle una tortícolis hasta el propio Harry Houdini.

El evento para el cual fui invitado se llevó a cabo en el mismo hotel en donde me había alojado. En un lapso de tres días, los colegas de los Estados Unidos compartieron sus experiencias en diferentes mesas redondas. Yo también hacía lo mismo con ellos. Siendo el solitario representante de la única oficina del exterior de esa empresa, pues su interés por Venezuela se hacía más que evidente.

Houston caras 

Transcurrieron como dos años para que se celebrara otro evento corporativo similar. Para esa segunda ocasión, mi jefe volvió a designarme como representante único de la oficina de Caracas.

Aun y cuando Houston ya no me era desconocido, eso no sirvió de nada para notar el crecimiento ocurrido en el centro de la metrópoli durante ese período. Los nuevos rascacielos de la ciudad eran tan altos como los anteriormente conocidos. Cualquier cosa por encima de sesenta pisos era la misma vaina para este provinciano venido de Puerto Cabello, en cuyo lugar, el edificio más elevado erigido durante los años de mi juventud no superaba los siete niveles. Es que viéndolo en retrospectiva, yo me había criado en un pueblo en donde las construcciones más imponentes eran unos verdaderos rasca-suelos.

Este segundo certamen corporativo se desarrolló en un lugar muy distinguido adjunto a mi hotel. En la cena de gala, alrededor de una treintena de empleados tuvieron la cortesía de saludarme, mencionando mi nombre completo y preguntando por los proyectos manejados en Caracas.

Contrariamente, yo no recordaba quiénes me estaban saludando y mucho menos tenía idea de lo que hacían dentro de la empresa. Quizás para ellos era mucho más fácil rememorar a una sola persona, con diferente color, cultura y sobre todo con un acento idiomático disímil. En contraste, todos ellos me parecían clones.

Obviamente que sentía un poco de pena con mis colegas gringos al no retribuir con la misma deferencia la noción de sus respectivos nombres o de sus trabajos particulares.

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—Esta vergüenza no me vuelve a pasar, —pensé en voz alta—. La próxima vez que venga a un evento corporativo en esta ciudad, voy a saludar de primero a aquellas personas con caras familiares. Total, yo no conozco a nadie en Houston y si veo a alguien que luzca allegado seguro se trata de alguien que labora en la empresa y lo más lógico es que ya he tenido alguna ocasión previa de haberlo conocido, —agregué como argumento estratégico.

Y luego dije: —Quizás no podré identificarlos por sus nombres, pero los abordaré con preguntas neutras y cordiales que no levanten sospecha acerca de mi escasa noción sobre ellos. Eso es lo que haré para la próxima reunión, —concluí con satisfacción.

Transcurrió un año para que se celebrara el tercer evento tecnológico de esa empresa. La única diferencia en esta ocasión era que mi jefe había decidido que yo debía viajar con tres nuevos empleados de la oficina de Venezuela.

Los chicos en cuestión no conocían a Houston. En realidad era la primera vez que viajaban a los EE.UU. Y para mayor añadidura, no dominaban el inglés. En otras palabras, me había convertido, de la noche a la mañana, en un chaperón corporativo.

Ahorraré mencionar la sorpresa que se llevaron al arribar a Houston porque fue exactamente igual a la mía tres años antes. No obstante, sí debo destacar que apenas llegamos, esos muchachos no se despegaron de mí. Para donde iba, mis compañeros me seguían. Daba la sensación que éramos un tren de tres vagones y yo era la locomotora.

La inauguración del evento estaba planificada para hacerse el mismo día de nuestro arribo. La apertura se haría con una cena de bienvenida en un suntuoso hotel, el cual era el sitio en donde habíamos fijado estratégicamente nuestro alojamiento.

houston caras 

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El guión de mi proactiva salutación a las “caras familiares” ya lo tenía montado mentalmente. Sin embargo, no me pareció prudente comentarlo a mis guardaespa… a mis colegas nacionales.

Llegamos al salón de fiesta asignando para la empresa. Unas doscientas personas y alrededor de veinticinco mesas saturaban el lugar. Nos sentamos en una esquina apartada y acto seguido, uno de los vicepresidentes de la corporación dio el discurso de bienvenida. Antes de la cena todos los asistentes comenzamos a realizar lo que se conoce socialmente como “networking”.

Los paisanos se comportaron como unos verdaderos edecanes. Sin emitir palabra alguna, me flanquearon y acompañaron en cada uno de los momentos en que yo me acercaba a saludar a aquellos compañeros norteamericanos quienes me parecían conocidos. Saludé como a veinte gringos y creo que los acerté a todos porque ellos recíprocamente se acordaron de mí y preguntaron por las operaciones en Venezuela.

Finalizada la cena, indiqué a mis compatriotas que me iba a retirar a descansar. Un largo viaje a cuesta y una tensa concentración mental para escanear rostros conocidos había sido un binomio agotador. Sin dudarlo, los tres muchachos se levantaron al instante y me siguieron perrunamente con destino al piso 177250, nivel tibetano donde se ubicaban nuestras habitaciones. Nos paramos al frente del ascensor, a la espera del mismo. La campanita del arribo sonó y se abrió para dejar salir de su interior a un elegante caballero con una apariencia bastante familiar.

«Bueno, este es el último gringo de la noche. Voy a extenderme un poquito más con este colega. Además, seguro que llegó tarde porque a este no lo vi durante la cena», dije muy adentro de mí.

Repetí el rosario de mis preguntas cordiales y neutras: ¿Cómo estás tú? ¡Qué bueno verte nuevamente! ¿Qué tal tu trabajo? ¿Estás alojado en este hotel? ¿Será posible que podamos encontrarnos en los próximos días? Nos mantenemos en contacto… Etc, etc, etc.

Todas las preguntas fueron respondidas cortés y risueñamente por el caballero. Cerramos nuestro diálogo con un apretón de manos y unas palmadas amistosas en la espalda. Luego de la despedida con el norteamericano ingresamos en el ascensor. Estando adentro los cuatro solos noto que los jóvenes tienen un semblante de asombro.

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—¿Qué pasa? ¿Por qué tienen esa expresión de estupor? —les pregunté.

El mayor de los paisanos se atrevió a romper el silencio y dijo: —Guao, no sabía que eras amigo de Chuck Norris.

—¡Coño!... Con razón la cara del tipo me parecía familiar —respondí, tratando de mantener la compostura de un verdadero chaperón.

Alejandro Prado Jatar

Houston

Alejandro Prado Jatar El autor en su casa en Houston
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